El Blog de la Navidad
La Navidad en Aragón Liberal


Inicio


Acerca de
Suscríbete al blog

Categorías
General [303] Sindicar categoría
Adviento [26] Sindicar categoría
Cuaresma [10] Sindicar categoría
Cuentos [27] Sindicar categoría
Felicitaciones de Navidad [120] Sindicar categoría
Recursos navideños [38] Sindicar categoría
Reyes Magos [33] Sindicar categoría
Semana Santa [3] Sindicar categoría
Villancicos [50] Sindicar categoría

Archivos
Enero 2013 [2]
Diciembre 2012 [19]
Enero 2011 [10]
Diciembre 2010 [62]
Febrero 2010 [3]
Enero 2010 [17]
Diciembre 2009 [37]
Noviembre 2009 [7]
Junio 2009 [2]
Mayo 2009 [2]
Abril 2009 [4]
Marzo 2009 [8]
Febrero 2009 [4]
Enero 2009 [16]
Diciembre 2008 [92]
Noviembre 2008 [28]
Octubre 2008 [1]
Marzo 2008 [2]
Enero 2008 [26]
Diciembre 2007 [263]
Noviembre 2007 [3]

Sindicación (RSS)
Artículos
Comentarios

 


26 de Diciembre, 2009


Navidad 2009. El escaparate

En Aragón Liberal


Por: Miguel Aranguren

Estaba poniendo todo su esmero en preparar aquel escaparate. Los demás comercios de la calle quedarían velados por un manto de mediocridad ante la elegante explosión de colores y formas que ocuparían aquellos metros cuadrados protegidos por un grueso cristal blindado.

Navidad 2009

Revista Misión, diciembre de 2009 
 
Estaba poniendo todo su esmero en preparar aquel escaparate. Los demás comercios de la calle quedarían velados por un manto de mediocridad ante la elegante explosión de colores y formas que ocuparían aquellos metros cuadrados protegidos por un grueso cristal blindado. Aunque afuera todo continuara siendo gris, parecería que la vida se concentraba en el interior de aquel expositor gracias a la estratégica colocación de unos focos que exhalaban una cegadora fuente de luz, a la ubicación calculada de unos muebles provenzales y a los maniquíes que iban a lucir las mejores piezas de la última colección.

Aquella composición resaltaría gracias a unas piezas de seda salvaje que había comprado en Bombay. Los tintes exóticos cautivarían las miradas cansinas de los transeúntes que vuelven a casa después de una jornada extenuante en la oficina, el taller, el hospital, el colegio, el laboratorio…, induciéndoles a posar los ojos en su ropa nueva, distinguida, exclusiva y cara, y a gastar los cuartos, incluso cuando la crisis aprieta. Porque aquel escaparate iba a estar dotado de magia: sabría arrancar los billetes de las carteras ajenas, provocaría una suerte de tentación colectiva. Gracias al modo de mostrar los productos textiles de su tienda, las ventas iban a multiplicarse hasta convertir aquella Navidad en un hito. Los billetes de dos ceros caerían en la caja como los copos de nieve artificial con los que había comenzado a sembrar la tarima. Era un producto importado de Londres que imitaba a la perfección el brillo azul de un manto escarchado, otro guiño que convencería a los curiosos de que en aquel local sólo se vendía lujo, carisma y exclusividad.

Colocó en el centro una mesa redonda lacada en rojo. Sobre ella, dos copas de champagne y una botella de importación, de la marca que deberían beber quienes se vistieran con la ropa de su casa de modas. Después salió a la calle para estudiar los avances de su obra. Sonrió al considerar que había prescindido de lo obvio: en su escaparate no había bolas de cristal de colores, ni un abeto decorado ni, mucho menos, tiras de horrible espumillón. Tampoco un portal de Belén, porque la Navidad representada por figuritas de barro simboliza lo antiguo, rancio y pobre, la celebración de las familias que con la llegada de los tiempos difíciles se aprietan el cinturón y pasan de largo ante el fulgor de tiendas como la que ella estaba terminando de arreglar.

Volvió al interior de aquella pecera, convenciéndose a sí misma de que las fiestas se habían creado para el dispendio sin control, para el exceso en todos los órdenes, para que su caja registradora no terminara nunca de abrir y cerrar su boca metálica hasta pasado el ocho de enero. Después sabría aprovechar las oportunidades que ofrecen las rebajas y se desprendería del género de la temporada anterior, arrumbado en el almacén. Cambiaría el escaparate, buscaría otro mensaje y convertiría aquella ventana, de nuevo, en el mejor señuelo para cazar la voluntad de los compradores impulsivos. La caja continuara llenándose las tripas de papel moneda y la terminal de las tarjetas de crédito seguiría echando humo, hasta fundirse de tanto rascar bandas electrónicas.

Dos leves golpes en el cristal rompieron sus ensoñaciones como si éstas fueran pompas de jabón. Volvió la cabeza y descubrió, con desasosiego, la mirada penetrante de una mujer que portaba a un niño chico sujeto por un pañuelo de colores atado a sus costillas. Era una gitana que mendigaba, a juzgar por sus gestos –se llevaba la mano derecha repetidamente a la boca-, un poco de dinero.

De inmediato consideró que su escaparate no se merecía semejante espectador. Dispuesta a ahuyentarla, saltó de la tarima al suelo y dio una ligera carrera hasta la caja registradora. Apretó el botón de apertura y tomó un par de monedas de cobre. Volvió sobre sus pasos hasta la puerta acristalada del local.

-Toma y márchate –le dijo con malos modos después de empujar las bisagras lo justo para que le cupiera la mano con la calderilla-. No quiero que me espantes la clientela.

Aguardó junto a la puerta a que la madre gitana se confundiera entre el tráfago de viandantes. Después sacudió la cabeza, como si necesitara olvidar aquella mirada dañina, y volvió a subir al escaparate. Para su sorpresa, entre la nieve espolvoreada descubrió algo. Al agacharse, para distinguirlo mejor, sintió un escalofrío. Con el pulso tembloroso fue capaz de desenterrar una figurita de arcilla. Era un niño envuelto en pañales al que, con trazo tosco, se le distinguía en la carita la curvatura de una sonrisa.

Por foro aragón liberal - 26 de Diciembre, 2009, 10:45, Categoría: General
Enlace Permanente | Referencias (0)

Leví el Pastorcillo

En Aragón Liberal

El cuento de Leví, de José María Javierre:

 

Leví era casi un renacuajo. Doce años, desgraciados. Murió su padre cuando el niño contaba un año escaso. Con el padre se fueron los ahorros. La madre, mitad de pena mitad de hambre, cayó enferma. Desde siempre, Leví conoció a su madre enferma. Quienes asistieron a la boda aseguran que la madre de Leví fue muy hermosa. Pero la muerte del marido la dejó atontada, la hizo vieja prematura. No tuvo ni fuerzas para sobreponerse a la desgracia; vecinas dicen que se había vuelto medio tonta. Una locura pacífi­ca, sin arranques de ira, siempre mansa, siempre callada. A no ser porque una vecina cuidó de que al pequeño no le faltara cada mañana un mendrugo de pan y un jarro de leche, Leví no hubiera pasado de los tres o cuatro años. Se salvó. Raquítico, eso sí, pero bueno: con una luz clara en sus ojazos grandes. Como si los sufrimientos le hubieran adelantado el uso de razón, a los cinco años se daba perfecta cuenta de la desgracia de su madre. Y se dedicó a hacerle compañía, a consolarla con caricias. Pasaba horas muertas en la choza, al pie del catre donde reposaba la enferma. Sin aquella luz que le brillaba en los ojos, todo el mundo hubiera dicho que también el pequeño Leví estaba tonto: no correteó con los camaradas, no brincaba por los montes, nunca reía. Pero aquella luz de sus ojos, triste y terriblemente confiada, como si alguien le dijera que un día...

A los diez años, la vecina que regalaba pan y leche a la enfer­ma y al niño consiguió para Leví un puesto de zagal en los rebaños de Belén: así le daría el sol y el viento. La enferma podría doblar su ración de pan y leche con lo que a Leví le regalaran los pastores.

De los diez a los doce años, Leví dio un buen estirón. Pero aún quedó en renacuajo. Le gustaba correr detrás de las ovejas. Hacía turno de día y de noche, durmiendo al raso en el tiempo sereno y acurrucado en la corraliza si el cielo estaba destemplado. Los pastores le querían. Cada tarde le dejaban un rato libre para escapar del campo a la choza y visitar a su madre. Casi siempre le regalaban nueces, pasas, requesón. Leví, contaba a la enfer­ma las peripecias del rebaño, las mañas de los pastores; y que el mayoral le ha prometido un corderillo para la fiesta de los Tabernáculos...

Llegaron juntas la fiesta y la desgracia. El mayoral cumplió su palabra: por los Tabernáculos Leví, recibió un corderito gordezuelo y juguetón, bien vestido de lana rizada y con dos ojos que parecían estrellas de las que cada noche el zagal veía relucir sobre el cielo de Belén. Había que ver aquella tarde a Leví, que apretaba con sus brazos enclenques al corderillo contra el pecho, camino de su choza... El primer tesoro. ¡Qué alegría para la madre enferma! Porque él, Leví, lo tenía todo bien pensado. ¡le quedaba tanto tiempo para pensar a solas en las horas de guardia del turno de noche!

Engordaría su cordero, le descubriría el sendero de los mejores retazos del prado, lo haría grande, hasta que valiera como dos ovejas. Y luego lo cambiaría, compraría las dos ovejas a cambio del cordero. ¡Qué pena venderlo cuando ya serían tan amigos! Pero él, Leví, necesitaba las ovejas, no por él, que se quedaría más a gusto con su corderito. ¡Pero la madre enferma! Él, Leví, tenía que ganar dinero; y tener un rebaño; y comprar una casa para su madre, para su madre enferma. Con el cordero, dos ovejas. Y luego, más corderillos, una palada de corderillos que engordarían, engordarían hasta valer dinero...

La madre no pudo ver al corderillo. Se limitó a tocarlo, acariciarlo como acariciaba cada tarde a su Leví, apretarlo contra su mejilla. Pero no lo pudo ver. Hacía días que supo que se le escapaba la fuerza de los ojos, se quedaba ciega; no lo dijo hasta hoy al niño. Leví acaba de comprender. Ha dado el corderillo a su madre y ha visto cómo ella tendía las manos al vacío y luego no lo ponía ante los ojos. Lo tocaba, lo abrazaba, le besaba la espalda felpuda. La madre no ve, la madre está ciega. Leví callado, a tres pasos del catre de su madre. Leví, asombrado, entreabiertos los labios, deja que unas lágrimas grandes, descomunales para un niño raquítico como él, rueden mansamente por su cara...

Ahora tiene más prisa por poseer, por cambiar corderos y ovejas hasta conseguir el rebaño necesario para comprar una casa, para pagar remedios: llevar a su madre a ciudades lejanas donde hay médicos que curan enfermos graves. Y todo le quedaba en sueños. Los pastores lo ven más silencioso, más bueno, más retraído. El pobre Leví, dueño de un único cordero, pobre zagal que levanta los ojos tristes al cielo de Belén.

Hace sólo un rato que paso la medianoche. Está sereno el cielo. Naval, un zagalejo de veinte años, jefe inmediato y buen camarada de Leví, ha iniciado su turno de vela y da un paseo alrededor del rebaño. Leví, como cada noche, queda dormido sobre el revoltijo de cayados y zurrones. Media docena de pastores que dialogaban en torno a las brasas en las horas largas de la tarde dormirán hasta la madrugada.

No, hasta la madrugada no.

Leví nunca supo qué había pasado de verdad.

Le despertó Naval, sacudiéndole por un brazo y gritándole prisas. ¡Qué silencio! ¿Cómo es posible? Si acababa de dormirse. Pero ¿qué pasa? ¿Dónde me llevas? ¿Luces? ¿Ángeles? ¿El Mesías? Leví no entiende una palabra. Se frota los ojos. Naval le arrastra, no han de llegar tarde. Se fueron todos, y el rebaño ha quedado solo. Naval dice que no importa, da lo mismo, hay que ver al Mesías. ¿Al Mesías? Luces y ángeles...

Cantaron suave, los ángeles de Belén, que no despertaron a Leví. Se quedó solo.

Ya corrían los pastores al portal, el uno con requesón, con leche, con pan; con nueces y con miel los otros cuando dijo el mayoral que Naval regresara a despertar a Leví para que tampo­co el pequeño faltara al homenaje que habían de rendir al Mesías. Pobre Leví. No comprende, no puede comprender. iQué sabe él del Mesías si apenas algún sábado acudió a la lección de la sina­goga? Siempre con su madre, con su madre enferma. Le irá a con­tar lo que está pasando, quizá ella sepa. «Explícame, Naval». Lo contará a su madre, y de paso acariciará el corderillo que cada día a la puesta de sol lleva a la choza para que durante el invierno pase mejor la noche. No es que haga frío este invierno, pero su cordero merece otro trato. Algunas noches refresca, ha visto él que las ovejas se aprietan unas a otras para calentarse. jQué raro! Naval lo lleva hacia la gruta de Absalón ¿Por qué corremos tanto? A estas horas venir corriendo a la gruta de Absalón... Luces. ¿Habrá fuego? Pero si en la gruta no queda más que un establo viejo y desde la última vez que acamparon aquí los beduinos nadie ha traído leña... ¿El Mesías? ¿Quién será el Mesías, y qué tiene que hacer en esa gruta? Ya llegamos, Naval no nabla, respira fuerte.

Desde un rincón a la entrada de la gruta, Leví contempla el homenaje de los pastores al Niño Jesús. Pasa primero el mayoral. Hay junto al pesebre un hombre joven y una muchacha que sos­tiene en brazos al niño chiquitín. El hombre joven está de pie y la muchacha sentada. El mayoral hace un sin fin de reverencias, se postra ante la muchacha y alarga al hombre los regalos. Y luego pasan todos, cuatro, cinco, los seis pastores; y Naval. Repiten las inclinaciones, se arrodillan. Sin darse cuenta, en su rincón, Leví también se ha puesto de rodillas. Lo ha visto, lo ha mirado todo, pero al fin los ojos quedan clavados en el niño chiquitín. El Mesías... Así, tan pequeñito. Y blanco, tan blanco. Se parece a su corderillo, al cordero de Leví, que ahora dormirá a los pies del catre de la madre. Blanco, igual que el cordero. Qué raro todo esto. Y qué bonito el Niño...

Clavados los ojos en el Niño, Leví no se da cuenta de que salieron todos los pastores. Queda él solo en la gruta. La muchacha será la Madre, le mira, le sonríe bondadosa; y pregunta:

¿Y tú? ¿No tienes nada que ofrecer?

Leví se sobresalta. Mira a la señora, otra vez al niño, mira al hombre...

No contesta, da una sonrisa a la sonrisa de la señora bonda­dosa. Se levanta. Media vuelta, y sale disparado. Corre Leví. Tú también tienes algo que ofrecer. Corre. No sea que se vayan. El Mesías. ¡Qué niño tan blanco! Detrás el hombre. Y la señora. Leví no regresa al campo de los pastores. Va, corre a su choza, a la cho­za de su madre. Él también tiene algo que ofrecer, si, a la guapa señora.

Ha entrado de puntillas en la choza. La madre duerme y no quiere despertarla. Además, tendría que dar explicaciones, ¿qué iba a decir? Él no puede ofrecer más que una cosa al niño y a la seño­ra, una cosa que quiere mucho y que es todo su tesoro.

Ahí está el corderito a los pies del catre. Como todas las noches. Pero hoy será distinto. Leví no piensa, no quiere tener pena. Coge cuidadosamente el cordero, lo abraza, lo aprieta; sale de la choza y otra vez a correr. ¡Cómo corre este chaval! Ha de llegar enseguida no sea que se vayan, él tiene también qué ofrecer, tiene un regalo.

Al trote entra Leví en la gruta. La señora ha dejado al niño recostado en el pesebre. El hombre no está, habrá ido a buscar leña.

-Toma.

Leví alarga sus brazos con el corderito. Toma. Sin palabras. Es todo, todo mío. Toma, mira qué bonito. Se parece a tu niño. Toma, te lo doy. Para él. Y para ti. Ya no tengo más. Toma.

La mujer coge el cordero. Lo acaricia, lo besa. Qué contento pone a Leví verla sonreír. Casi no se acuerda de que ya no tiene cordero, ya no tiene nada.

Y tu ¿qué quieres?

Déjame al niño.

Pero ten cuidado, no lo despiertes.

Ha puesto el niño en la cuenca de los brazos de Leví. No se me caera, no, estoy acostumbrado. ¿Ves que así acariciaba a mi cordero?

-¿Me dejas besarlo?

La mujer sonríe. Sí; sonríe.

Leví ha besado al niño. Un beso largo, en la frente. Un beso suave, cuidadoso, para no despertar al niño dormido.

Ahora Leví devuelve el niño a la señora. Un ademán casi brus­co, rápido. No dice nada, tiene los labios apretados.

-Adiós, Leví.

No contesta. La señora lo ve salir otra vez disparado corno una flecha. La señora, la señora ya sabe...

Apretados los labios corno si no quisiera que algo se le escapara de la boca. Leví corre hacia la choza. Tampoco esta vez regresa al campo de los pastores. Naval, que le ha echado en falta, viene por el sendero a buscarlo. «Leví ¿dónde vas? Te esperamos. Leví, Leví». Él no contesta. No mira. Corre. Ha de llegar. Te traigo un beso. Un beso del Niño. Es el Mesías. Y su Madre, la Señora. Le regalé el corderito y te traigo un beso. Verás, verás...

La choza. Ahora Leví entra corriendo. Se abalanza sobre su madre, la abraza, ¿qué quieres hijo?, y sin decir una palabra la besa largo, apretadamente en la frente.

-Hijo, hijo, ¿qué me has hecho?

La madre ha sentido un latigazo por sus nervios. Se incorpo­ra. Abre los ojos: ¡Ve! Su hijo, el catre, la choza. Ve. Una sensación de bienestar la invade. Está curada. Mejilla con mejilla, abrazada a su hijo, llora...

Hijo, ¿qué ha sido? Estoy curada, curada…

Leví no contesta. Llora, ríe. No contesta. Nada, madre. Te traje un beso del Niño. Le di el corderito, se lo di, te traje un beso. Y la Señora, la Señora…

Por foro aragón liberal - 26 de Diciembre, 2009, 10:24, Categoría: Cuentos
Enlace Permanente | Referencias (0)




<<   Diciembre 2009  >>
LMMiJVSD
  1 2 3 4 5 6
7 8 9 10 11 12 13
14 15 16 17 18 19 20
21 22 23 24 25 26 27
28 29 30 31    

Enlaces Recomendados
Acción Familia. Chile
Aciprensa
AICA
Aragón Liberal
BEC Multimedios
Blog navideño: Plugmas
Catholic.net
eGrupos
Fluvium
Navidad y Nieve
Opus Dei
ZoomBlog

 

Blog alojado en ZoomBlog.com