I love this song ! So, for this third video of Ally McBeal, I made it with the song "White Christmas" performed by Ally McBeal. and Robert Downey Jr. (again !)
I hope you will like it
I'm dreaming of a white Christmas, Just like the ones I used to know. Where the treetops glisten, and children listen, To hear, sleighbells in the snow.
I'm dreaming of a white Christmas, With every Christmas card I write. May your days be merry and bright, And may all your Christmases be white!
¿Cómo y cuándo empieza a vivirse el
Adviento? fluvium.org
Con el tiempo de Adviento, la Iglesia romana da comienzo al nuevo
año litúrgico. El tiempo de Adviento gravita en torno a la celebración del
misterio de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo.
El origen y significado del Adviento es un tanto oscuro; en cualquier caso, el
término adventus era ya conocido en la literatura cristiana de los primeros
siglos de la vida de la Iglesia, y probablemente se acuñó a partir de su uso en
la lengua latina clásica.
La traducción
latina Vulgata de la Sagrada Escritura (durante el siglo IV) designó con el
término adventus la venida del Hijo de Dios al mundo, en su doble dimensión de
advenimiento en la carne -encarnación- y advenimiento glorioso -parusía-.
La tensión entre
uno y otro significado se encuentra a lo largo de toda la historia del tiempo
litúrgico del Adviento, si bien el sentido de "venida" cambió a "momento de
preparación para la venida".
Quizá la misma
amplitud de las realidades contenidas en el término dificultaba la organización
de un tiempo determinado en el que apareciera la riqueza de su mensaje. De
hecho, el ciclo de adviento fue uno de los últimos elementos que entraron a
formar parte del conjunto del año litúrgico (siglo V).
Parece ser que
desde fines del siglo IV y durante el siglo V, cuando las fiestas de Navidad y
Epifanía iban cobrando una importancia cada vez mayor, en las iglesias de
Hispania y de las Galias particularmente, se empezaba a sentir el deseo de
consagrar unos días a la preparación de esas celebraciones.
Dejando de lado un
texto ambiguo atribuido a San Hilario de Poitiers, la primera mención de la
puesta en práctica de ese deseo la encontramos en el canon 4 del Concilio de
Zaragoza del año 380: Durante veintiún días, a partir de las XVI calendas de
enero (17 de diciembre), no está permitido a nadie ausentarse de la iglesia,
sino que debe acudir a ella cotidianamente (H. Bruns, Canones Apostolorum et
Conciliorum II, Berlín, 1893, 13-14). La frecuencia al culto durante los días
que corresponden, en parte, a nuestro tiempo de adviento actual, se prescribe,
pues, de una forma imprecisa.
Un tiempo de penitencia
Más tarde, los
concilios de Tours (año 563) y de Macon (año 581) nos hablarán, ya
concretamente, de unas observancias existentes "desde antiguo" para antes de
Navidad. En efecto, casi a un siglo de distancia, San Gregorio de Tours
(fallecido en el año 490) nos da testimonio de las mismas con una simple
referencia. Leemos en el canon 17 del Concilio de Tours que los monjes deben
ayunar durante el mes de diciembre, hasta Navidad, todos los días.
El canon 9 del
Concilio de Macon ordena a los clérigos, y probablemente también a todos los
fieles, que ayunen tres días por semana: el lunes, el miércoles y el viernes,
desde San Martín hasta Navidad, y que celebren en esos días el Oficio Divino
como se hace en Cuaresma (Mansi, IX, 796 y 933). Aunque la interpretación
histórica de estos textos es difícil, parece según ellos que en sus orígenes el
tiempo de adviento se introdujo tomando un carácter penitencial, ascético, con
una participación más asidua al culto.
Sin embargo, las
primeras noticias a cerca de la celebración del tiempo litúrgico del Adviento,
se encuentran a mediados del siglo VI, en la iglesia de Roma.
Según parece, este
Adviento romano comprendía al principio seis semanas, aunque muy pronto -durante
el pontificado de Gregorio Magno (590-604)- se redujo a las cuatro
actuales.
Una doble espera
El significado
teológico original del Adviento se ha prestado a distintas interpretaciones.
Algunos autores consideran que, bajo el influjo de la predicación de Pedro
Crisólogo (siglo V), la liturgia de Adviento preparaba para la celebración
litúrgica anual del nacimiento de Cristo y sólo más tarde -a partir de la
consideración de consumación perfecta en su segunda venida- su significado se
desdoblaría hasta incluir también la espera gozosa de la Parusía del Señor.
No faltan, sin
embargo, partidarios de la tesis contraria: el Adviento habría comenzado como un
tiempo dirigido hacia la Parusía, esto es, el día en que el Redentor coronará
definitivamente su obra. En cualquier caso, la superposición ha llegado a ser
tan íntima que resulta difícil atribuir uno u otro aspecto a las lecturas
escriturísticas o a los textos eucológicos de este tiempo litúrgico.
El Calendario
Romano actualmente en vigor conserva la doble dimensión teológica que constituye
al Adviento en un tiempo de esperanza gozosa: el tiempo de Adviento tiene una
doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en
las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la
vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la
expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos
razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y
alegre (Calendario Romano, Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el
calendario, 39).
Evangelio: Mt 11, 2-11 Entretanto Juan, que en la cárcel había tenido noticia de las
obras de Cristo, envió a preguntarle por mediación de sus
discípulos: —¿Eres tú
el que va a venir, o esperamos a otro? Y Jesús les
respondió: —Id y anunciadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo:
los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen,
los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y
bienaventurado el que no se escandalice de mí. Cuando ellos se
fueron, Jesús se puso a hablar de Juan a la multitud: —¿Qué
salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Entonces, ¿qué
salisteis a ver? ¿A un hombre vestido con finos ropajes? Daos cuenta de que los
que llevan finos ropajes se encuentran en los palacios reales. Entonces, ¿qué
salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta. Éste es
de quien está escrito: Mira que yo envío a mi mensajero delante de
ti, para que vaya preparándote el camino. »En verdad os
digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el
Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que
él.
La
exigencia en la santidad
En el pasaje de san Mateo que hoy nos presenta la Liturgia de la Iglesia
contemplamos un interesante momento de la vida del Señor en relación con Juan el
Bautista. Por una parte, con su respuesta a los discípulos de Juan, les
confirma, por las obras que de Él contemplaban, que ya no debían esperar a otro:
se cumplía en su Persona lo anunciado por los profetas cuando se referían al
Mesías prometido por Dios. Advierte Jesús, por otra parte, que el talante y la
conducta del Precursor, por su heroísmo, lealtad y fortaleza, debían ser un
ejemplo estimulante para siempre.
Una prueba de la mesianidad de Jesús de Nazaret
consiste, en efecto, en el cumplimiento inequívoco en su persona de las
profecías que, durante siglos, habían anunciado la llegada de un libertador
enviado por Dios a los hombres. Aparte de las diversas circunstancias de lugar y
de tiempo en que vendría el Mesías y que se cumplen en Jesús, se cumplen también
en Él otros fenómenos –los milagros–, que siendo hechos sobrenaturales, por
cuanto los simples hombres no tenemos capacidad para ellos, prueban el carácter
asimismo sobrenatural de su Autor. La doctrina que se nos propone a los
cristianos, al ser del mismo Jesús de Nazaret, es mucho más que una enseñanza
válida que conformó la vida de los hombres en unas determinadas circunstancias
de hace dos mil años. Las suyas son palabras definitivas para los hombres de
todos los tiempos –el Cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán, nos dijo–, su doctrina debe reflejarse siempre en la
vida de los hombres, cualesquiera que sean nuestras circunstancias
Pero el poder del Señor, demostrado con sus obras, es
una garantía de la solidez de su doctrina y confirma la autoridad de sus
palabras; que, junto al amor que nos demuestra con su entrega hasta la muerte,
estimula la respuesta humana en su seguimiento. Aunque, si es cierto que nos
anima a la confianza, nos propone también una vida exigente, como la de Juan
Bautista. Una vida, que debe ser también hoy completamente opuesta a la blandura
imperante y a lo simplemente fácil o agradable. Quienes hayan puesto su ideal en
el confort no deben buscarlo en el cristianismo: el Hijo del
hombre no tiene donde reclinar la cabeza, dirá, refiriéndose a su caminar
por este mundo y a la vida que promete a sus apóstoles.
De diversos modos y con frecuencia, a lo largo de su
vida pública, insistirá Nuestro Señor en la necesidad de la virtud de la
fortaleza. Por ejemplo, enseñando a la gente: que el Reino
de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan; que,
si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que
pierda su vida por mí, la encontrará. Son palabras que el mismo Dios nos
dirige, sin dejar de amarnos como Padre cariñoso, aunque sean palabras exigentes
con las que previene la tendencia nuestra a la flojera y al egoísmo. Son, por
eso, ocasión de que aseguremos nuestra conducta, leal a la enseñanza del Señor,
con algunos propósitos que trataremos de cumplir con la ayuda que Él mismo nos
ofrece.
No está de moda la virtud de la fortaleza. Lo ideal y
deseable para muchos es que lo bueno cueste poco, aunque sea sólo relativamente
bueno, aunque no sea tan bueno como podría ser con más esfuerzo. Pero necesita
el mundo de hoy cristianos que quieran amar sin medida, sin calcular el gasto,
la fatiga o el dolor que les supondrá ser leales a Dios hasta el heroísmo. Sin
medida, con tal de aportar a los demás, incluso a costa de sí, el estímulo y el
ejemplo necesarios para seguir esperanzados el ideal de Jesucristo. Como sigue a
Cristo el Romano Pontífice: leal al Evangelio y, por eso, no pocas veces,
enfrentado a los poderosos de este mundo. También nosotros podemos y debemos
manifestar la misma lealtad, rogando a Dios con mucha frecuencia que proteja al
Papa y lo fortalezca en su servicio a Dios y a los hombres. Nos dispondremos,
así, a imitarle en esas contiendas cotidianas contra la comodidad, la
sensualidad, el amor propio..., que necesariamente tendremos que librar para ser
también leales a Jesucristo.
Santa María –Madre nuestra, auxilio de los cristianos,
Esposa del Espíritu Santo, Madre de Dios– nos protege con su intercesión
poderosa. No podemos prescindir de Ella en esta batalla que debemos mantener
contra nuestra debilidad y frente a los que se oponen al reinado de Dios en el
mundo. Como Virgen fiel, nos enseña que la fortaleza que vence al mundo está en
la humildad de reconocer el señorío divino sobre toda criatura. El mismo
reconocimiento que a Ella la conduce al gozo inapreciable de sentirse
especialmente querida por Dios a pesar de su pequeñez.
ACI 17.12.2007. Peregrinar a Tierra Santa en Navidad.
En el año 2000 se hablaba de más de un millón de peregrinos, y este año parece que son muchos más. La relativa calma de los conflictos anima a los peregrinos a ir, afirma el Padre Pierbattista Pizzaballa.
ROMA, 15 Dic. 07 (
ACI).-"Hasta fines de noviembre de 2007, el número de reservas para las Misas y liturgias en los principales lugares santos ya ha superado ampliamente el número del Jubileo del año 2000", informó la Oficina Franciscana para Peregrinos (FPO), con lo que se batiría un récord de peregrinos en Tierra Santa.
Aunque no se tienen las cifras exactas, la noticia ha sido confirmada por el custodio de Tierra Santa, P. Pierbattista Pizzaballa, quien dijo a la agencia italiana SIR que "es verdad, ha sido un año de gran afluencia de personas. En el año 2000 se hablaba de más de un millón de peregrinos, y este año parece que son muchos más. El boom se debe a las primeras planas en los diarios con noticias dramáticas relativas a Tierra Santa".
"El conflicto continúa pero hay cierta calma y esto anima a los peregrinos; que también vienen a beneficiar a la economía local que depende en gran parte del turismo religioso. También en Belén, lugar sacrificado después de la construcción del muro, ahora las cosas están mucho mejor", añadió el sacerdote.
No resistí. Era mi intención escribir sobre algún tema como la crisis interna de la Iglesia. Entretanto sentí que ni en mí, ni a mi alrededor, había condiciones para eso. Del fondo de mi alma subían los recuerdos armoniosos y distensivos de las Navidades de otrora. A mi alrededor, en la mirada de muchos de los conocidos y desconocidos con quienes me cruzo por la calle, de los amigos
a cuyo lado lucho y trabajo, de los íntimos cuya amistad me ha acompañado a lo largo de los años que se van, noto una sed espiritual mal saciada, y un deseo mudo y tal vez subconsciente de volver a encontrar un poco de la verdadera alegría de la verdadera Navidad. Por cierto, ese es el estado de espíritu de muchos de mis lectores.
De este modo, me parece censurable negarme a mí mismo y a tantas otras personas una ocasión de librar de las mazmorras del olvido tantos recuerdos dorados, y de saciar la sed de maravilloso, de dulce, de sacrosanto, que reluce en la Navidad.
Pongamos de lado, pues, visiones tétricas de pueblos oprimidos, de tiranos ensañados, de multitudes electrizadas por demagogos, de escritores sinuosos modelando noticiarios tendenciosos para engañar al público. Por algunos instantes abrámonos a la luz de la Navidad, a fin de que se reanimen nuestras almas exhaustas y desoladas. Después retomaremos con mayor ánimo el fardo casi insoportable…
Es claro que no hablo de la alegría propagandística y no auténtica que domina la Navidad de hoy. Esta perdió, en nuestras costumbres sociales, casi todo su perfume de antaño. Y pasó a ser una función de comercio. Una propaganda frenética que casi no deja a las personas la libertad psíquica de no hacer compras. Compras que caben en el presupuesto de cada uno, y compras que no caben. Es preciso "obligar" al pueblo a comprar, para dar salida a los
stocks acumulados y aumentar el volumen de los negocios. La Navidad tomó así, desde hace años, el aspecto afanoso y trepidante de una inmensa carrera del pueblo al servicio del aparato productivo.
Ipso facto la psicología del regalo y de las fiestas cambió. Cada vez más éste va perdiendo su carácter afectivo, desinteresado e íntimo. Es ahora un apéndice del negocio. Su razón de ser principal es crear, mantener o ampliar relaciones que sirvan a los negocios.
Impulsado por esa mentalidad, hasta el regalo desinteresado va tomando aspectos comerciales. Cada cual busca prever cuánto costará el obsequio que recibirá del amigo, para dar uno de igual precio. Pues si el regalo dado vale más que el recibido, el donante se sentirá defraudado y frustrado. Y recíprocamente. En suma, el regalo pasó a ser un trueque, calculado en función del precio. Por otra parte, en la fiesta -preparada en general con grandes dificultades-, cuántas veces es el interés económico el que, en lugar de la amistad, motiva la confección de la lista de los invitados, el tamaño de los gastos, etc.
"Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad". ¡Cómo este cántico angélico encontró ambiente adecuado en las grandes extensiones desiertas de los campos de Belén, y en los corazones rectos de los pastores que despertaban del pesado y tranquilo sueño! Cómo, al contrario, las palabras del coro angélico parecen extrañas, sin resonancia, sin afinidad con los pensamientos de los hombres, en estas megalópolis modernas dominadas por la obsesión del oro, es decir, de la materia.
¿Murió la Navidad auténtica?
Con un poco de exageración, podría decirse que sí. Murió en el alma metalizada de tantos millones de hombres. Murió hasta en ciertos pesebres. Sí, en los pesebres progresistas, que nos exhiben la Sagrada Familia con los trazos y la fisonomía desfigurados por el arte moderno, y con connotaciones que inducen a la revolución social.
Pero si hay alguna exageración en decir que la Navidad murió, es verdad que ella aún conserva algunos destellos de vida. Vayamos en busca de ellos.
Los encontraremos ante todo -y abundantes- en el propio hecho de ser día de Navidad. Cada fiesta del calendario litúrgico trae consigo una efusión de gracias peculiares. Quieran o no quieran los hombres, la gracia llama a las puertas del alma más dulce, más suave, más insistente, en estos días de Navidad. Se diría que, a pesar de todo, flota en el aire una luz, una paz, un aliento, una fuerza de idealismo y dedicación que es difícil no percibir.
Además, en innumerables iglesias, en muchos hogares, el pesebre auténtico aún nos muestra la imagen del Niño Dios, que vino para romper las cadenas de la muerte, para aplastar el pecado, para perdonar, para regenerar, para abrir a los hombres nuevos e ilimitados horizontes de fe y de ideal, nuevas e ilimitadas posibilidades de virtud y de bien.
Dios aquí está, acogedor y a nuestro alcance, hecho hombre como nosotros, teniendo junto de sí a la Madre perfecta.
Madre suya, pero también nuestra. Por medio de Ella, hasta los peores pecadores todo pueden pedir y esperar.
Allí también está San José, el varón sublime que reúne en sí la maravillosa antítesis de las más diferentes cualidades. Es Príncipe de la Casa de David y es también carpintero. Es defensor intrépido de la Sagrada Familia. Pero, al mismo tiempo, es padre tiernísimo y esposo lleno de afecto. Esposo perfecto, es sin embargo el esposo castísimo de Aquella que fue siempre Virgen. Padre verdadero, empero, no fue padre según la carne. Modelo de todos los guerreros, de todos los príncipes, de todos los sabios y todos los trabajadores que la Iglesia engendraría en esta tierra para el Cielo, él no fue principalmente nada de esto. Sus títulos más altos son dos: padre de Jesús, esposo de María. Títulos pequeños e inmensos, que al mismo tiempo, paradójica mente, pulverizan y comunican vida, nobleza y esplendor a todos los títulos de la Tierra.
Los pastores allí se presentan en amable intimidad con sus animales así como con Nuestra Señora, San José y el propio Niño Jesús. Es la imagen conmovedora del Dios excelso, que lleva la irradiación de su grandeza hasta el extremo de tocar y elevar hasta lo que hay de más humilde y pequeño entre los hombres. Y que, no contento con esto, atrae y cubre de bendiciones hasta las criaturas irracionales.
Al contemplar esto, nuestras almas crispadas se distienden. Nuestros egoísmos se desarman. La paz penetra en nosotros y en torno de nosotros. Sentimos que en nuestro prójimo algo también está ennoblecido y dulcificado. Florecen los dones del alma. El don del afecto. El don del perdón. Y, como símbolo, el ofrecimiento delicado y desinteresado de algún regalo.
Para que nada falte, el hermano cuerpo —como decía San Francisco— también tiene su parte en la alegría. Hecha la oración ante el pesebre, todos se sientan a la misma mesa. Se come sin glotonería. Se bebe sin embriaguez. Es la fiesta en que brilla la alegría de tener fe, de tener virtud, de haber realizado de modo sacro todas las acciones.
¿Alegría de Navidad? Sí. Pero mucho más que eso. Alegría de los 365 días del año, para el católico verdadero. Pues en el alma en la que, por la gracia, habita el Salvador, esa alegría dura siempre y jamás se apaga. Ni el dolor, ni la lucha, ni la enfermedad, ni la muerte, la eliminan. Es la alegría de la fe y de lo sobrenatural. La alegría del orden sacral.
"¡Oh! vosotros todos que pasáis por el camino, parad y ved si hay un dolor semejante a mi dolor", exclamó Isaías Profeta, anteviendo la Pasión del Salvador y la compasión de María.
Pero él también podría haber dicho, profetizando las alegrías cristianas perennes e indestructibles que la Navidad lleva a su auge: ¡Oh! vosotros que pasáis por el camino, parad y ved si hay alegría semejante a la mía. ¡Oh! vosotros que vivís voluptuosamente para el oro, ¡oh! vosotros que vivís tontamente para la vanagloria. ¡oh! vosotros que vivís torpemente para la sensualidad, ¡oh! vosotros que vivís diabólicamente para la rebeldía y para el crimen: parad y ved a las almas verdaderamente católicas, iluminadas por la alegría de la Navidad: ¿qué es vuestra alegría comparada con la de ellas?
No veáis en estas palabras provocación, ni desdén. Ellas son mucho más que esto.
Son una invitación a la Navidad perenne que es la vida del verdadero fiel: Christianus alter Christus- el cristiano es un otro Jesucristo.
No, no hay alegría igual. Aún cuando el católico esté, como Jesucristo Nuestro Señor, clavado en la cruz…
(Artículo publicado en La Folha de São Paulo, 27 de Diciembre de 1970)