Las luces de las calles por estas fechas,
como dice un buen amigo, lucen con una intensidad inversamente
proporcional a la llama que aviva nuestros corazones.
Es
tiempo de Adviento, tiempo de recogimiento, tiempo de espera. Nuestra
cultura, profunda y radicalmente cristiana, muestra en su rostro las
huellas de una tradición. Algo va a pasar y se respiran aires de
fiesta. Las calles se llenan de luces, los comercios adornan sus
escaparates y la publicidad se hace eco de este fenómeno. En estos días
todo llama a Navidad.
Pero
para el ciudadano, ese hombre anodino, mitad persona, mitad masa,
engendro de la Edad de las Luces, que vive al ritmo que le marca la
opinión, no son tiempos tan felices. La vida no ha cambiado para él, la
Navidad no significa nada especial. Sólo sabe que tiene que cambiar su
rostro natural por uno más amigable y, en la medida que sus
obligaciones cotidianas se lo permitan, debe sonreír. No tiene que
saber por qué, pero en Navidad, tiempo de fiesta, la gente debe estar
feliz y él, como buen hombre democrático, no puede ir en contra del
correr de los tiempos. Todos debemos estar felices.
Las
luces de las calles por estas fechas, como dice un buen amigo, lucen
con una intensidad inversamente proporcional a la llama que aviva
nuestros corazones. La pregunta, entonces, no sólo es justa, sino
imperativa: "¿De qué genero ha de ser esta esperanza –escribe el Papa
en su última encíclica- para poder justificar la afirmación de que a
partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por
ella?". La realidad, en la dureza de lo cotidiano, exige héroes o
santos, pero el hombre normal, sin esperanza, está condenado a sufrir
en estas fechas un profundo desasosiego.
Las
luces de las calles ya no llaman a nada más que a su propio brillo
artificial. No por su mayor originalidad, ni por estar hechas por el
diseñador de moda, ni por ser cada vez más excéntricas y luminosas van
a dejar de ser una losa cada vez más pesada sobre las atosigadas
conciencias de los ciudadanos. Los alcaldes, con su gasto
extraordinario en estas fechas, no terminan de conseguir que entre sus
súbditos reine la alegría. Quizás se deba a que tienen prisa, quizás
porque ignoran que, como decía Burke, "se precisa tiempo para producir
esa unión de espíritus que es la única capaz de producir todo el bien
que deseamos alcanzar. Nuestra paciencia será más eficaz que nuestra
fuerza".